En las novelas de Gormenghast, la increíble y oscura filigrana de palabras tejida por Mervyn Peake en tres libros y ochenta dimensiones de lenguaje, el principal protagonista no es el héroe; es el malo. No por afán de llevar la contraria ni nada, sino porque el malo es Steerpike.
Steerpike: flaco, encorvado, de intensos ojos rojizos demasiado juntos, ambicioso, calculador, frío como una serpiente y a la vez encantador y servicial. Falso pero honesto, a su manera. Servil por fuera, bullendo de rabia e impaciencia por dentro como todo buen malo, el único ser realmente vivo de la galería de personajes extraños, momificados, enajenados, que pueblan el castillo de Gormenghast.
No sé si las novelas son conocidas en España. Deberían serlo: son una maravilla. Si me pongo trivial y digo que es la historia del ascenso de un joven pinche de cocina a una posición de poder en el enorme y laberíntico castillo de Gormenghast, gobernado por la familia Groan, es como si estuviera diciendo que Cryptonomicon es un libro sobre encriptación de datos. Peake se desmelenó y pobló el castillo de seres entre irreales y tremendamente, dolorosamente, tiernamente familiares, desde las gemelas Lady Clarice y Lady Cora hasta el Conde Groan, majareta y obsesionado con los búhos, pasando por el terrible cocinero Swelter, y el fiel pero reseco secretario Flay. Entre esta galería de monstruos se mueven los dos polos de la historia: Titus Groan y Steerpike.
Como cuando termina la primera novela Titus es todavía un bebé, no nos queda más remedio que centrarnos en Steerpike y seguirle por los pasillos de Gormenghast mientras lucha por escapar de las profundidades cálidas y horribles de la cocina. Cuando nos damos cuenta de que es un trepa desalmado, capaz de todo por conseguir su objetivo, ya es demasiado tarde: el mundo asfixiante de Gormenghast nos agobia, como a él, y casi queremos ayudarle. Casi.
Steerpike no es el villano simpático, ese con un trauma lejano o un buen fondo, que parece ser la moda del momento. No cae bien, pero despierta una especie de admiración por la sutileza y la absoluta concentración con que teje sus planes, y el precio a veces espantoso que paga por ellos. Sólo una vez pierde el control, en una escena adecuadamente horrible. No se le puede amar; pero tampoco odiar. Es el único que inyecta algo de vida en Gormenghast. Una vida roja, que araña y roe, es cierto, pero vida, al fin y al cabo; y una vez se conoce Gormenghast suge la duda de si no tenía razón Titus al odiar su herencia.
La BBC hizo una preciosa adaptación de los dos primeros libros, en la que Steerpike es más bien el antihéroe que el malo, y donde Titus, el bueno de los libros, parece un caramelito chupado en comparación con la energía de Steerpike. Aun así, casi todos los actores hacen un trabajo maravilloso, entre ellos Christopher Lee, que interpreta a Flay.
Pero todo esto no son más que datos. El castillo de Gormenghast es más peligroso, más real, que las palabras que lo contienen. No es un lugar: es una entidad. Una vez leídos los libros, la silueta confusa de Gormenghast se te aparecerá en el cielo, leve, complicada y letal como una telaraña, y ya nunca te dejará ir.
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