Tengo un bar frente a mi casa. Lo cual, en este bendito país, no es raro. Es un bar de esos minúsculos, con cierto aire de bar a la antigua, con sus mesitas de mármol y su barra de madera. No se llama Rincón de las Artes, pero lo llamaremos así. Tiene un cierto aire de TARDIS, porque desde fuera parece que quepa media mesa y el camarero (con dificultades y si está esbelto), pero por dentro resulta que aún se pueden acomodar tres o cuatro mesitas más. Hay cuadros en las paredes, cuadros de aficionados con más o menos fortuna, alguna marina de esas mortecinas y pasmadas, paisajes un poco espesos y torciditos, probablemente también algún niño cursi.
Los dueños tienen un indudable amor por el arte, no sólo pictórico, sino también musical, porque han renunciado al beneficio de dar cabida a unos pocos clientes más, dedicando el espacio a un piano vertical. La primera vez que lo vi, de pasada, me gustó la idea: le daba un aire aún más encantador, como a cafetín decimonónico, sirviendo de soporte a algunos cacharritos de cerámica y una plantita en maceta.
Hasta el día en que me di cuenta de que el piano no era meramente decorativo. Era una tarde lenta y algodonosa de verano, y yo estaba en el sofá con la ventana abierta, vegetando feliz. Sonaron algunas notas líquidas y tentativas en la tarde azul y sedosa, como de alguien pasando los dedos perezosos por las teclas, acariciándolas. Levanté las cejas, agradablemente sorprendida. Unos segundos después el mismo alguien pareció decidirse de golpe, sonaron algunos acordes algo erráticos, y de repente el aire cálido de la calle se llenó de la melodía de Begin the Beguine.
Yo no sé si conocéis la canción; es casi inevitable que sí. Es algo cursi, como los cuadros de niños, pero ciertamente pegadiza, evocadora de lentos y brillantes días tropicales, de frutas exóticas y olor a mar y a caña de azúcar y a ron y a un Caribe inexistente, idealizado, delicioso y descafeinado.
Nada más empezar la canción yo me sentí inmediatamente transportada, pero no precisamente al Caribe. El ejecutor de la pieza, nunca mejor dicho, parecía tener con el Beguine una relación amable pero distante, como si se saludaran en el ascensor y luego cayeran en un silencio incómodo. Entusiasmo sí que le ponía: había en la interpretación claros deseos de tocar el Begin the Beguine, no lo niego, pero eran deseos infructuosos. Cosa de un 20% de las notas se había colado desde alguna otra canción, quizá de algo de Ligeti, pero ciertamente nada de Cole Porter. El ejecutor o ejecutora se daba cuenta y se interrumpía a mitad de acorde, retrocedía, atacaba de nuevo la parte problemática, salía de nuevo derrotado, pero decidía que lo mejor era huir hacia adelante y proseguía, dejando tras sí un rastro de corcheas maltrechas y lo poco que a esas alturas quedaba de mis tímpanos.
Para colmo (sí, hay un colmo) el piano no había recibido las tiernas caricias de un afinador probablemente desde 1917, y se notaba cuando el ¿músico? conseguía acertar algún acorde completo, que sonaba a quejido de gato torturado. Y yo en el sofá, erguida del susto, sin creer lo que oían mis oídos, pensando que, quizá, me había dormido y todo era una pesadilla.
La canción acabó; el último acorde disonante murió en la tarde veraniega y desapareció como un escorpión escurriéndose entre dos piedras, y yo respiré por primera vez en tres minutos.
Y entonces todo volvió a empezar.
Durante gran parte de la tarde el Begin the Beguine, o al menos su gemelo malvado, estuvo castigando mi calle, en diversos grados de aproximación, sin conseguir una sola vez igualarse a la idea que Cole Porter tenía de su canción. Yo cerré las ventanas, me até un almohadón a la cabeza y aguanté como una heroína, deshidratándome poquito a poco en el calor sofocante de mi habitación.
Esta... actuación... se repitió periódicamente durante algunas semanas, siempre igual: goteo de notas sueltas, unos acordes de precalentamiento, y luego toda la tortura inquisitorial de cabo a rabo, lo cual me permitió entrenar mi fortaleza moral hasta alcanzar el nivel del mejor de los samurais. Ni siquiera compré un trabuco, fijaos.
Y luego, repentinamente, todo terminó. El bar cerró sus puertas un día y no las volvió a abrir, y los conciertos terminaron. Nunca fue un local muy concurrido, pero yo en cualquier caso consideré su cierre como un suicidio, si la música en vivo tenía lugar durante las horas de apertura.
Hasta hace unos días, cuando sonó el temido goteo de notas y los acordes erráticos y yo me tiré de cabeza a la trinchera ante la sorpresa de mi gato, que no había conocido la primera encarnación de esta tortura. El piano seguía sin afinar. Pero ya no sonó el Begin the Beguine.
Sonó Bésame mucho. No diré más; podéis imaginarlo. Mi gato se unió a mí en la trinchera y los dos, compartiendo metafórico tabaco de mascar como curtidos veteranos de alguna tremenda guerra de desgaste, afrontamos con valentía la nueva adversidad. |