Londres había desaparecido tras una espesa capa de niebla sulfurosa, pero el fuego ardía alegremente en la chimenea de nuestras habitaciones de Baker Street. Al otro lado de la ventana no se oía el habitual runrún de carruajes y gente; los pasos de los pocos transeúntes quedaban ahogados por la miasma amarillenta. Holmes había dejado su violín hacía ya un buen rato, y estaba acurrucado en su sillón favorito, mirando las llamas en silencio con el ceño fruncido. Sus extrañas y poco armónicas improvisaciones musicales solían irritarme, pero el silencio que siguió se me hizo opresivo al poco tiempo; sintiendo la necesidad de hacer algo que me distrajera, abandoné mi libro y me dirigí al escritorio para pasar a limpio algunas notas de casos atrasados.
Mi silla había sido invadida por un desordenado montón de recortes de periódico que Holmes había estado consultando unos días atrás. Los aparté con un suspiro, al igual que un paquete de tabaco medio lleno y una varilla de ébano tallada con exóticos motivos tribales, recuerdo de un caso de la primavera pasada que a punto estuvo de costarnos a ambos la vida y que quizá algún día me decida a poner por escrito. Pero esa tarde, las desagradables asociaciones que la varilla debería haberme provocado quedaron eclipsadas por un arrebato de exasperación ante el desordenado carácter de mi amigo. Mi descontento no hizo más que aumentar al reparar en una vieja bufanda caída descuidadamente sobre el respaldo de la silla. Me disponía a arrojarla con cierta fuerza sobre nuestro diván, acompañándola quizá de un comentario que luego habría lamentado, cuando la voz de Holmes me detuvo.
- Vamos, Watson, no la tome con esa pobre bufanda -me dijo, todavía mirando fijamente las llamas-. No tiene culpa alguna, y prestó un buen servicio a la sociedad no hace mucho. Discúlpeme, se lo ruego, por invadir su espacio de trabajo.
Me quedé con la prenda en las manos, buscando una réplica adecuada. Años de asociación con Holmes me habían familiarizado con sus métodos, y no era raro que en nuestros casos pudiera hacer de vez en cuando alguna pequeña contribución a la labor detectivesca de mi amigo. Pero fui incapaz de ver cómo había podido seguir mis movimientos tan certeramente. Me daba la espalda por completo. No había en su campo visual teteras pulidas, ni espejos, ni cristales, ni otras superficies reflectantes en las que verme. Las únicas sombras de la habitación se proyectaban desde la chimenea, invisibles para el detective, que no había cambiado de postura desde hacía por lo menos dos horas.
- Holmes, usted debe tener algún poder sobrenatural -dije, exasperado, dejando de nuevo la bufanda sobre el respaldo-. De otro modo no me lo explico, a no ser que tenga ojos en la nuca.
- Sabe bien que no -fue la plácida respuesta de Holmes, que seguía sin mover un músculo.
- Y supongo que cuando me lo explique añadirá que todo era muy elemental, claro.
- No haré tal cosa -esta vez Holmes se dio la vuelta bruscamente y habló con intensidad-, aunque la explicación es verdaderamente simple. Le he oído, eso es todo. No es difícil deducir sus acciones por el ruido que provocan, y menos aún teniendo una idea clara de la habitación, los objetos que la pueblan, y dónde está cada uno. El silencio de la calle lo ha hecho todo más obvio y más fácil, sencillamente, y no he podido resistirme a intercalar un comentario. No debería sorprenderle; ya ha apuntado usted varias veces en sus relatos mi gusto por lo teatral.
- ¿Y no encuentra eso elemental, Holmes?
- Debería serlo. Para mí lo es. Pero para usted, Watson, para usted y para casi toda la población de Londres y me atrevería a decir que del mundo, no lo es. Vea cómo usted mismo se ha lanzado directamente a buscar explicaciones rebuscadas para mi pequeña demostración. Habrá buscado sombras, o reflejos en mi campo de visión, sin duda. Y ha aventurado fantásticas suposiciones anatómicas y sobrenaturales que no le hacían falta alguna. Si fuera elemental, Watson, se habría dado cuenta enseguida. Pero por alguna razón, no lo es. Por alguna razón, a la gente le gusta buscar explicaciones rebuscadas para lo que es notablemente simple.
Durante este monólogo la voz de Holmes se fue animando. Se levantó del sillón y paseó frente a la chimenea, gesticulando con sus manos largas y huesudas. El vaivén de las llamas hacía que su sombra bailara danzas grotescas sobre la alfombra.
- Sin duda tiene razón, Holmes -dije plácidamente, recogiendo de nuevo la bufanda y plegándola con cuidado-. En lo sucesivo haré lo obvio: dejaré que sea usted quien despeje mi área de trabajo.
Holmes, que había estado llenando su pipa con tabaco de la zapatilla persa, se detuvo y rió suavemente.
- Mi querido Watson, le pido disculpas. Usted quería trabajar y yo le he interrumpido, descortésmente, además. No se preocupe; seré silencioso como la tumba tanto tiempo como necesite.
- En realidad sólo buscaba una manera de librarme del tedio -confesé, y le alargué la bufanda doblada-. Esto es suyo, presumo.
- Casi -sonrió él-. Es un recuerdo de un caso reciente. Usted estaba ausente, Watson. En Bath, si no recuerdo mal..
- ¿Un caso elemental? -no pude evitar preguntar. Holmes terminó de encender su pipa y lanzó una seca carcajada.
- Un admirable ejemplo de lo que le estaba diciendo antes. El dueño de esa bufanda -Holmes la tomó con una mano y la desplegó en el aire, mostrándola como si fuera algún tejido valioso- hubiera salvado la fortuna, y la vida, si hubiera buscado primero la explicación más razonable y no se hubiera dejado arrastrar por la palabrería de un hombre sin escrúpulos. Pero compró el cuadro, y aunque tuvo la sensatez de aceptar mis servicios cuando se los ofrecí, resultó ser demasiado tarde. No pude hacer más que atrapar a los culpables.
- Holmes, ¿por qué no me lo cuenta? -dije, rescatando mi libreta de notas de debajo de un tomazo sobre estilos de miniaturas medievales-. Confieso que me ha intrigado. Mientras me lo cuenta podemos tomar el té aquí, y luego, si se levanta la niebla, ir a cenar a Simpson's. ¿Qué le parece?
Holmes miró fugazmente y -me pareció- con cierta añoranza en dirección a su mesa de experimentos químicos, que las últimas semanas había acaparado gran parte de su tiempo, para disgusto mío y de la señora Hudson, ya que los experimentos de Holmes solían ser malolientes, ruidosos, sucios, o todo a la vez. Pero acto seguido, en uno de los accesos de energía que en él eran tan habituales, abrió la puerta, llamó a la señora Hudson para pedirle el té, despejó la mesa para recibir la bandeja, y cuando esta llegó se sentó frente a la tetera y los platos de tarta y bizcochos, haciéndome un gesto para que le acompañara.
No me lo hice repetir, y, armado con mi libreta de notas, me dispuse a escuchar el relato de lo que más tarde mi agente Conan Doyle publicaría bajo el nombre de La Aventura del Cuadro Cambiante.
(¿Continuará? ¿Continuaré? ¿Continuaréis?...)
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