Lo han buscado adrede, evidentemente. Me refiero al nombre de la sonda que de aquí a muy poco -la emoción se masca- amartizará o como se diga, esperemos que sana y salva. La han llamado como al barco en el que Darwin viajó alrededor del mundo, observando, recolectando, mareándose, aburriéndose, maravillándose y poniéndose pomada en las picaduras de vinchuca que muy probablemente le transmitieron la Enfermedad de Chagas que padeció el resto de su vida.
Algunos habréis tenido la suerte de ver Master and Commander, esa más que digna película de aventuras sobre una fragata inglesa, la HMS Surprise, enzarzada en un juego del gato y el ratón con el barco francés Acheron, mucho mayor y mejor armado. No, no estoy cambiando de tema: una de las subtramas de la película, la más cuidada, se centra en la figura del doctor Stephen Maturin, que amén de médico cirujano es un naturalista acérrimo que literalmente es capaz de dar saltos de alegría ante la posibilidad de ver un nuevo tipo de iguana. Su puesto a bordo, y los mares que la Surprise surca, tanto en la película como en las maravillosas veinte novelas en las que se basa, le ponen en la mejor de las posiciones para hacer, precisamente, lo que Darwin hizo: observar, anotar, recolectar, dibujar, diseccionar, describir. Nada, salvo el propio Darwin, puede transmitir mejor las condiciones de un naturalista a bordo de un barco que los libros de Patrick O'Brian. Para una idea más inmediata, está la película. El hacinamiento, la falta absoluta de intimidad, los caprichos del clima o de la ruta, las necesidades de avituallamiento, los mil y un imprevistos inherentes a un viaje de tal calibre, la angustia constante de estar a merced de los elementos en un mundo autosuficiente pero perecedero, y veinte centímetros de madera entre uno mismo y una muerte muy fría y muy negra, todo eso lo vivió Darwin.
En El Viaje del Beagle se pueden atisbar, entre líneas, bajo la prosa anticuada, los estados de ánimo del buen doctor de amplia frente: encandilado, bullente de emoción, concentrado, entregado a las cosas que veía, bosquejando teorías un poco al azar, minimizando épocas malas u ocurrencias alarmantes. Otras veces se le nota simplemente superado por el aluvión de datos, o de especímenes, tratando de ponerlo todo por escrito cuanto antes. Otras veces aparece nostálgico, o reservado, y hace falta ejercitar un poco la imaginación para hacerse una idea de cómo se sentiría un joven Charles Darwin, nunca muy fuerte, enfrentado al tremendo desgaste físico y emocional de cinco años de periplo. Pero al leer el libro lo que se percibe, sobre todo, es una mente curiosa, ávida, observadora, meticulosa, poco pagada de sí misma, y centrada en la tarea del momento. Nada especialmente genial ni fuera de lo normal, no para la época, al menos. Nada que no hicieran, en otras partes del mundo, con otros intereses, y durante viajes similares, docenas de otros científicos.
Lo genial vino luego, en las décadas que Darwin pasó prácticamente recluído en su casa en Downe, cerca de Londres. Todo el tesoro de observaciones y datos que se trajo consigo tuvo que aposentarse y fermentar, y ser examinado desde todos los ángulos. Cada teoría, cada posible explicación a una observación tuvo que ser contrastada, sopesada, discutida, matizada. Imagino que una proporción muy baja de tales ideas, destilada con extraordinario cuidado a lo largo de décadas, acabó en lo que luego se convertiría en una de las obras más influyentes de toda nuestra civilización, "El Origen de la Especies": el mejor whisky para la mente.
La Beagle 2, la sonda marciana, toma su nombre a guisa de homenaje a, no de competencia con, el viaje de Darwin. Para este cacharrito que, quizá mientras estés leyendo esto, se estará desplegando con precisión robótica sobre la superficie rocosa de Marte, el viaje físico habrá durado siete meses, sólo al final de los cuales los miles de científicos que esperan, libreta en ristre como quien dice, empezarán a recibir los tan deseados datos.
Se va a posar en Marte un pequeño disco que se abrirá como una margarita de plástico y metal, y extenderá una pata inorgánica cargada con todos los instrumentos que hemos sido capaces de inventar para llevar nuestros sentidos a donde de otra manera no podrían llegar. En cierto sentido, este segundo viaje del Beagle es comparable al primero: queremos saber qué hay en zonas que no conocemos bien. En otro cierto sentido, es de todo menos comparable. Marte no es las Galápagos. La probabilidad de encontrar antiguos signos de vida es infinitesimal, a diferencia de la probabilidad de encontrar vida tal cual, que es prácticamente nula.
Pero la Beagle 2 no va a Marte a encontrar vida. Va a Marte a ver qué encuentra, a secas, sin preconcepciones. Sea lo que sea, será seguramente algo que no se había encontrado antes. Algo que va a rellenar un hueco, una laguna en lo -poco- que sabemos del planeta rojo. Y, como en el caso del primer Beagle, las consecuencias de su misión no se verán hasta bastante más tarde.
Esperaremos. A veces, esperar trae las mejores sorpresas. |